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Tradicionalmente los monumentos conmemorativos han exaltado el poder a través del tamaño, estableciendo una relación arriba-abajo. Los obeliscos, las catedrales, los templos, los palacios, las esculturas ecuestres nos posicionan en una condición de inferioridad ante su grandeza. Para el bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución, proponemos un símbolo que de manera clara y contundente establece una nueva relación con el ciudadano. La superficie
dorada, claramente delimitada, aparece como un hallazgo arqueológico urbano que, a la vez que expresa su condición de objeto precioso, atemporal y eterno, actúa como el lienzo en el que se celebra al ciudadano, a la persona, al mexicano. La nación que exalta al ser nacional.
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